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martes, 9 de febrero de 2010

El violín

(A mi Maestro)

En invierno en mi pueblo, pocas ocasiones para la diversión encontraba un niño de siete años. Mi casa estaba junto a una vieja posada que había sabido albergar en tiempos lejanos el paso obligado de los viajeros, y que don Juan, su heredero, mantenía como salón de reunión para los borrachines y los viejos del pueblo.
Mi madre me dejaba permancer allí y hacerle algunos mandados al viejo a cambio de unas pocas monedas, cuando regresaba de la escuela.

Aquel invierno un forastero apareció por el lugar. Me impresionó su potente voz y su profunda mirada, contrastantes con las de los cabizbajos lugareños. El hombre tenía ya algunos años y estaba un poco sordo. Su actitud impaciente y cansada produjo cierto fastidio a don Juan y a los parroquianos.
Apoyó sus bolsos en el suelo, se acomodó en el mostrador y pidió un vino. Lo bebió pausadamente mientras recorría con la mirada el lugar. Se detuvo largo rato observando un antiguo violín apoyado en un estante cercano a la chimenea, casi a la altura del techo. Probablemente alguien lo había puesto allí junto a un grupo de amontonadas botellas vacías de diversas formas y apagados colores, intentando alguna decoración, vaya uno a saber…

Me pareció que la mirada del hombre se modificó al detenerse en el instrumento, hasta podría decir que irradió algún destello.

Sin mediar palabras, pagó el vino, y exhibiendo un billete señaló al mesero el violín y éste asintió con la cabeza.

Con una seña don Juan me indicó que acompañara al viajero al piso superior en el que se conservaban muy mal algunos cuartos que ya nadie utilizaba.
El hombre me dio unas monedas sin percartarse que permanecí detrás de la desvencijada puerta. Tenía curiosidad por saber para qué quería aquel violín.
Por las enormes hendijas pude observar como le quitaba la grasa y el polvo con su pañuelo. Acarició sus curvas y lo acercó a su cara. Intentó tocar algunas notas que sonaban groseras. Lo acomodó, supongo que lo afinaba, y lentamente comenzó a ejecutar.

Cerré mis ojos y me dejé llevar. El hombre, el violín y yo éramos uno envueltos en la magia de aquella melodía.

La voz de mi madre me obligó a bajar las escaleras. Mi cena se enfriaba.

Al día siguiente, cuando regresé de la escuela y aparecí por la posada, casi había olvidado al hombre y al violín y me sorprendió allí su presencia silenciosa que fastidiaba a los borrachines y al viejo, como todo lo ajeno a sus memorias.
El hombre subió al cuarto. Esperé y lo seguí. Esta vez lo observé intensamente mientras ejecutaba su música y en mi imaginación de niño me pareció notar que el violín, en aquel abrazo con el músico,  se transformaba de maderas y cuerdas, en carne y venas.

El hombre acabó su melodía, regresó a su mirada profunda y dura, tomó sus cosas y se marchó.
Don Juan subió para revisar el cuarto con la esperanza de hallar algo de valor y sólo encontró al instrumento inerte sobre la cama revuelta.

Bajó con él al salón y supuse que iba a colocarlo en el estante pero con estupor contemplé que en un impulso ciego lo arrojó a las brasas de la chimenea.
Una mezcla de furia y dolor brotó a través de mis ojos. Contemplando impotente la escena del instrumento en las llamas tuve la extraña sensación de que el violín se estremecía al calor del fuego como en aquel abrazo del artista. Y hasta creo recordar, si de mi no se burla la memoria, que comenzó a sonar la melodía…

N.L
Julio 8 de 2009

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